Como la niebla

Apareció como la niebla, y se instaló junto al rio, en la casa de sus abuelos. Todos en el pueblo sabían quién era,  a nadie le extrañó que hubiera vuelto y en poco tiempo formó parte del paisaje.

Cuando llegó casi no se podía entrar en la casa, la verja  llena de herrumbre,  las paredes de piedra  cubiertas de musgo, y  el jardín  invadido por  zarzas y cardos cucos de casi un metro de altura.

De aspecto tranquilo, Jerónimo era fuerte, de unos treinta años, fracciones anchas, con el pelo rojo rizado, y la  barba larga espesa…Parecía un personaje escapado de las páginas de un libro de aventuras.

Con la ayuda de todos los vecinos, en un par de días el aspecto de la casa cambio de forma increíble, no quedó  ni rastro del abandono que había sufrido durante tantos años. Jero agradecido organizó  una cena a la que todos estábamos invitados.

En el jardín colocó  una mesa de roble envejecida por el paso de los años, tan grande que no podíamos imaginar de donde había salido, ni manteles, ni sillas.

Sobre la mesa, varias jarras de cristal, con vino, limonada, licores,  pan recién horneado y  una variedad de dulces exquisitos.  Cada invitado iba dejando lo mejor de su cocina. Tortillas de  patata aderezadas con ingredientes distintos, huevos rotos, jamón,  lomo, queso  y  destacando sobre los demás las croquetas de Teresa.

Se notaba que estaba feliz rodeado de  sus vecinos. Todos le preguntaban curiosos. Donde había estado, que había hecho durante tanto tiempo, y él, con voz cálida contestaba paciente. A lo largo de la noche  describió paisajes fabulosos, personajes increíbles y desde aquel día…cada tarde, cuando la caricia del  sol se hacía  insoportable y todo quedaba aletargado, nos acercábamos a su casa, siempre abierta,  para seguir escuchando sus increíbles historias.

Cuando entrábamos en el jardín,  una extraña sensación se apoderaba de todos nosotros. Un aroma a musgo  y menta se colaba por las costuras  de nuestra ropa. Olía a bosque, a río a sol…. Era como estar  en  otro planeta, pisar un mundo diferente y mágico. Éramos siete personajes en busca de una historia.  

 En el rincón junto al pozo  protegido por la sombra del  manzano, nos esperaba. Su voz profunda nos transportaba sin ningún esfuerzo a mundos desconocidos.

Siempre contaba aventuras imposibles, exóticas leyendas, mitos, anécdotas… Todas diferentes, todas fabulosas.  Esto no siempre nos gustaba, pues  en alguna ocasión nos quedábamos enamorados de la bella Casandra y queríamos volver a  aspirar el olor de su perfume, bailar junto a ella, sentir el calor de sus labios, o volver a surcar los mares junto  a intrépidos piratas. Pero no había forma de convencerle. Daba lo mismo como se lo pidiéramos. Sonreía, balanceaba la cabeza y comenzaba a narrar una historia  diferente. Mundos diferentes, personajes diferentes.

Allí sentado, como un gigante con su  camisa blanca y aquel chaleco del mismo color que su pelo,  nos hipnotizaba y cuando el calor se hacía más soportable nos obsequiaba con algún dulce y nos despedía con un gentil, hasta mañana. No valían protestas, era como si la caída del sol le  dejara mudo.

Algunas tardes,  muertos de curiosidad, esperábamos que saliera de su casa y le seguíamos. Necesitábamos ver que era aquello tan importante que, cada día,  como un reloj, le alejaba de nosotros.

Se dirigía hacia la iglesia y se sentaba sobre un  viejo tronco, desde donde se podía ver el único camino que llevaba al mismo centro del pueblo. Nosotros  le observábamos,  pegados a la tierra, agazapados tras algún arbusto, inmóviles, en silencio,  con el temor de que  algún ruido pudiera delatarnos. Inexplicablemente una sensación de  pánico se apoderaba de todos nosotros, el  miedo,  nos obligaba a quedarnos hasta que Jerónimo desaparecía. 

 Él encendía su pipa y miraba hacía la carretera, quieto,  sin apenas parpadear, sonriendo… Cuando el sol se ocultaba por  el horizonte, su   sonrisa  se transformaba en una mueca de dolor, y  entonces con  rabia  se levantaba y  desaparecía.

A finales de agosto, una  tarde vestida de tormenta,  fuimos a su  casa, pero estaba vacía,  aún podíamos sentir el aroma dulzón de su  tabaco, sobre la tapa del pozo unos dulces y algo de  fruta. Nos quedamos desconcertados, perdidos, y movidos por una tremenda curiosidad, nos dirigimos hacia la iglesia, quizás estuviera sentado  sobre el viejo tronco.

A lo lejos distinguimos  la figura de Jerónimo, corrimos, pero cuando estábamos cerca, nos paramos en seco, nuestro amigo se comportaba de una forma muy extraña. Gesticulaba, reía a carcajadas, movía un pañuelo salpicado de diminutas flores azules  y hablaba como si alguien le escuchara sentado a su lado.

No nos acercamos y otra vez el miedo se apoderó de nosotros, volvimos al  pueblo sin mirar atrás, y  solo cuando llegamos a la plaza nos sentimos protegidos y a salvo.

En toda la tarde pude quitarme esa sensación vacía  que sentí  al ver a Jerónimo, hablando y riendo solo.

Durante varios días, no nos acercamos  a la casa de piedra,  pero otra vez la curiosidad fue más fuerte que el temor que sentíamos, no podíamos dejar de pensar en aquel gigante comportándose como un loco… pero sobre todo echábamos de menos sus maravillosas historias.

Cada vez éramos menos, pues las vacaciones se agotaban… Por fin una tarde nos decidimos a ir a visitar de nuevo a Jero, pero no estaba allí su jardín, su manzano y su pozo nos esperaban.  Pero él  no.  Fuimos  a  la iglesia,  el viejo tronco vigilaba la carretera en soledad. Nuestro amigo había desaparecido. 

Durante algunos días, cada tarde, íbamos a su casa. Al entrar un olor a hierba buena y  tierra húmeda nos daba la bienvenida. El jardín  parecía recién regado y sobre el pozo, un cesto con dulces diferentes a los del día anterior. Teníamos  la sensación de que Jerónimo aparecería en cualquier momento,  pero  nuestro  vecino  había desaparecido sin dejar rastro.

 A la  gente del pueblo no le extrañaba.

Un hombre raro, igual que su abuelo. Llego  como la niebla y como ella se ha ido.

Los días, cada vez más cortos, se llenaron de juegos y siesta, y dejamos de ir a casa de nuestro contador de historias. El verano se acababa y todos queríamos aprovechas hasta el último minuto de libertad.

Septiembre cada vez más cerca, cubría las calles de silencio.  Pero  el último viernes del mes de agosto, la campana de la Iglesia sonó por tres veces. Tres campanadas huecas que dejaron al pueblo sobrecogido,  y sin valor para ir a ver quién había hecho hablar a  la  campana, que permanecía muda desde hacía tantos veranos. Sin duda  alguien joven y ágil, pues tendría que haber trepado por la fachada, ya que la escalera que llevaba al campanario  estaba  destrozada casi en su totalidad.

En el preciso momento que sonó la campana, una corriente de aire fría flotó sobre los tejados, y una densa niebla arropó el campanario. 

“Hace muchos años, la noche de Todos Los Santos, Casiano, el cartero,  gastó una broma que aún hoy se recuerda con sorna. Ceñido con una sábana y tocado con un cántaro iluminado con velas, subió al    campanario, haciendo sonar la campana todavía en buen uso.”

Esta vez no parecía broma, ya que  al caer la tarde, la campana  volvió a sonar. Una sola vez,   un tañido  largo,  suspendido, casi tangible. El párroco, hombre corpulento y poco amigo de chanzas,  acompañado de un grupo de vecinos, decidió dirigirse a la iglesia para descubrir al culpable de semejante broma que no hacía gracia a  nadie.

Al abrir la puerta, una ráfaga de viento aulló,  apagando el grito quedo de todos los presentes. En el centro de la gran sala, tendido sobre las losas de pizarra, frío como la misma piedra estaba Jerónimo. En una mano su pipa, aún caliente, y junto a sus labios  un pañuelo salpicado de diminutas flores azules  que desprendía un agradable olor a jazmín.

 

Encarna

Febrero 2017