Una rendija al otro lado

Algunas veces, la realidad corre su velo y nos deja entrever lo que se esconde detrás. Un velo tenue cubierto de una fina niebla que empaña nuestros ojos. Cuando esto sucede y somos capaces de descubrir esa leve rendija, ya no podemos dejar de asomarnos, de buscar entre las sombras, de deslumbrarnos  con el magnífico espectáculo que de forma casual se nos  ofrece. Y cuando esto ocurre, una sensación desconocida nos dibuja una sonrisa en el corazón. Aquella tarde, ya sin mi abuelo, tuve la fortuna de ver lo que tantas veces se me había negado.

Cada primavera  pasábamos unos días  en casa del abuelo. Él vivía en un pueblito costero. Mi madre se pasaba el día refunfuñando, intentando convencer al anciano de las bondades de la ciudad, pero él  no la escuchaba.  No  se imaginaba  lejos de su casa, sus vecinos su  mar, siempre acababan discutiendo. Entonces mi abuelo me agarraba de la mano y salíamos a dar un  paseo. No  me soltaba hasta que llegábamos al puerto. A mí me  gustaba sentir  su tacto  fuerte, lleno  de arrugas.

Allí,  sentados sobre montones de  maromas, un grupo de ancianos, todos amigos del abuelo, charlaban al sol. Unos cosían las redes, aún con restos de mar,  otros desenredaban los corchos  que  con la pesca  de la mañana habían quedado trabados  entre las cuerdas de algodón. Al vernos dejaban  su faena, se acercaban, nos saludaban, me  revolvían el pelo... Podía   sentir sus manos ásperas, cubiertas de trabajo. Se asombraban de todo lo que había crecido. Se alegraban de vernos.

Junto al espigón, algunos  niños, todos de mi edad, pescaban cangrejos tan solo con un sedal y un cebo. Ellos vivían en el pueblo,   y al verme, me hacían señas con las manos, sin soltar el sedal.  Entonces dejaba al abuelo liando aquellos cigarrillos interminables y corría a  pescar con ellos.

Sentados entre las rocas, pasábamos la tarde. No pescábamos muchos cangrejos, ellos eran más listos y ni siquiera se acercaban al cebo que teníamos preparado.

Cuando el sol empezaba a caer sobre el mar, mi abuelo me llamaba con un gesto  y nos  íbamos  al bar de Amado. Era  el único que tenía algunas mesas en el exterior. Estaba en la misma plaza, bajo los soportales. Aún puedo sentir el  olor a sal y brea que  cubría cada una de las arcadas que nos rodeaban.

Cada tarde nos sentábamos en la misma mesa. Mi abuelo tomaba  un chato de vino, yo un chocolate con nata y un poquito de canela.

Hoy, casi puedo sentir  la suavidad del chocolate y el olor agradable de la canela.

 Desde allí,  veíamos como  el sol se ocultaba pintando en cielo del color  del zumo de naranja. Cuando desaparecía entre los brillos del mar,  mi abuelo me cogía la mano y guiñando los  ojos decía.

― Mira Román, fíjate bien, ya falta poco.

Yo achinaba los ojos y miraba hacia donde apuntaba su  mirada. Me esforzaba por ver aquello  que le tenía tan  absorto. No sabía qué, o a quien mirar, solo hacia  dónde.

Poco después, en un suspiro, las luces de toda la plaza se cubrían de oscuridad.

― Hijo, ¿los has visto?

Yo negaba con la cabeza,  solo había visto como las farolas  recién encendidas, se quedaban ciegas de golpe, para poco después volver a  iluminar los arcos de la plaza.

Entonces el abuelo, sacaba la petaca del tabaco, liaba  un cigarrillo, y con la  primera calada decía.

― Otra vez será.

                No entendía nada, pero lo cierto era que durante la primavera,  con la puesta de sol, las farolas de la plaza se apagaban durante unos segundos, no muchos, pero todas las tardes un soplo  de oscuridad envolvía la plaza.

Hoy, muchos años después, estoy sentado en la misma mesa, rodeado de las mismas piedras, disfrutando de otra puesta  de sol,  dejando que los recuerdos se metan  en mis bolsillos, añorando a mi abuelo, con su cigarrillo y aquellos ojos claros perdidos en el atardecer.

De alguna manera supe que él estaba a mi lado, cogiéndome la mano, mirando hacia los soportales con los ojos achinados…Entonces los vi.

El esbelto, elegante, con una chispa de luz, acercándose despacio, indeciso, con cuidado de no asustarla, calculando cada uno de sus movimientos. Ella, pequeña, redonda, llena de reflejos cobrizos. Una gota cristalina aún templada por los rayos del sol resbalaba por su costado.

Poco a poco se iban acercando, cada vez más juntos, a punto de tocarse,  pero cuando sus cuerpos se rozaban, un fogonazo dejaba los soportales sin luz.

Al fin pude ver lo que mi abuelo me enseñaba cada primavera.

Aquel farol esbelto, se acercaba a la  fuente que, a su lado, le miraba con picardía Se inclinaba despacio,  anhelando besar su  boca. Pero apenas la  rozaba,  un chispazo de luz, le dejaba ciego.

Eso era lo que veía mi abuelo. Él era capaz de separar el velo y asomarse al otro lado de la realidad. Realidad que solo unos pocos, locos o visionarios, pueden llegar a percibir. Paisajes maravillosos, a veces  devastadores, siempre ocultos.

Alce mi taza y brinde por  mi abuelo. Él  ya no estaba, pero me había dejado un legado maravilloso, me había mostrado aquella rendija   desde la que podía observar  una realidad diferente. Velado al resto.

Encarna